Comentario
A fines del año 1922 subió al poder un gobierno de Concentración Liberal que era mucho más el producto de la división del adversario que de la coincidencia de programas. Los liberales lograron unirse bajo un programa común que, en resumen, da la sensación de haber sido inspirado por Melquíades Álvarez. En teoría, se trataba de lograr una amplia democratización de la Monarquía que hiciera inapreciables sus diferencias con la república. Sin embargo, desde un principio permanecieron las diferencias de fondo entre los coaligados y, sobre todo, no quedaron eliminados los procedimientos tradicionales del sistema político de entonces. Las elecciones se llevaron a cabo con idénticos procedimientos de influencia desde el poder o de encasillado -145 actas fueron atribuidas sin lucha- y se mantuvo una profunda inestabilidad como consecuencia de rivalidades puramente personales entre los dirigentes del gobierno. Cuando tuvo lugar el golpe de Estado de Primo de Rivera tan sólo cuatro ministros no habían cambiado de cartera. Lo más grave de los políticos liberales fue la sensación de inconsciencia que dieron respecto al futuro. No parecían haberse dado cuenta de que se aproximaba un golpe de Estado, cuando lo cierto es que tanto la opinión pública como la prensa tenía esa sensación y hacían constante mención de esta eventualidad. Tampoco dieron en absoluto la sensación de estar empeñados en un cambio en la forma de actuar en política. Vivían al margen de la opinión pública, enfrascados en pequeñas contiendas sin sentido alguno.
En realidad, el sistema político de la Restauración estaba en plena crisis a la altura del año 1923. Aunque se había producido algún cambio en su seno lo cierto es que éste había sido muy insuficiente y sólo había contribuido a multiplicar la inestabilidad. En las elecciones resultaba cada vez más difícil controlar los resultados desde el poder. Se había producido una proliferación de pequeños grupos que, al exigir una cada vez mayor participación en el poder, favorecían la inestabilidad gubernamental. En el período comprendido entre 1917 y 1923 hubo veintitrés crisis totales y treinta parciales. No puede extrañar que la opinión pública pensara que el Estado iba a la deriva en manos de unos incapaces.
Por otro lado, apenas si se puede decir que hubiera una verdadera oposición capaz de convertirse en auténtica alternativa al sistema de la Restauración. En primer lugar el republicanismo había perdido su fuerza y el socialismo la tenía aún muy pequeña. Mientras que los diputados republicanos suponían el 9% del Parlamento en el año 1910, en 1923 eran tan sólo el 2%. Los reformistas de Melquíades Álvarez no pasaban de ser a estas alturas más que una familia del liberalismo. Los radicales eran progresivamente más moderados en sus planteamientos. En Barcelona el voto republicano era superado de forma clara por el de los regionalistas y en Madrid, apenas un 10% estaba por debajo del voto maurista. En cuanto a los socialistas estaban viendo cómo su sindicato se estabilizaba en torno a los 200.000 afiliados. La victoria electoral que consiguieron en Madrid en el año 1923, en realidad, fue el producto de la fragmentación del voto adversario pues estaban por debajo del 15% del electorado.
Ni los católicos ni los regionalistas eran capaces tampoco de resultar tan influyentes como para producir un cambio en el sistema político. El tradicionalismo se había adaptado a las realidades de la política de la Restauración. En determinadas zonas -en especial en el País Vasco- había aparecido una derecha de significación autoritaria, pero tampoco llegó a actuar en la vida pública de forma autónoma. El maurismo se convirtió, tras una inicial fase movilizadora, en una familia más del conservadurismo con el agravante de que en absoluto introdujo procedimientos políticos nuevos. Entre 1922 y 1923 hizo acto de presencia en la arena política un Partido Social Popular de significación católica que venía a ser la traducción española de un fenómeno que se daba en el resto de Europa. Sin embargo, no pasó de ser un intento germinal de movilización de los católicos dentro de la vía democrática y reformista en lo social, pues ni siquiera acudió a las elecciones de 1923. Finalmente, en la primera posguerra mundial se produjo una difusión del regionalismo en toda la Península, aunque la consecuencia de esta situación no fue una renovación del sistema político existente. Los grupos regionalistas que hicieron su aparición en Castilla o Andalucía, por ejemplo, no tuvieron verdadera influencia electoral. Hay que tener en cuenta que, en la propia Galicia, el nacionalismo no había pasado aún de una acción cultural a la propiamente política. Además, en aquellas dos regiones con un sentimiento regionalista más desarrollado -Cataluña y el País Vasco- los años veinte trajeron divisiones graves en cuanto a la política a seguir. En Cataluña, por ejemplo, surgió una fuerza política españolista denominada Unión Monárquica Nacional y, al mismo tiempo, se escindió de la Lliga un grupo republicano y juvenil que consideró liquidada la política posibilista emprendida en su día por Cambó. También en el País Vasco la existencia de un sector ultranacionalista, que tuvo su órgano de expresión en la revista Aberri, fue la expresión de una discordancia esencial respecto a las políticas gradualistas.
En definitiva, la oposición produce una marcada sensación de impotencia a comienzos de los años veinte. Todas estas fuerzas constituían un testimonio de modernización pero ofrecían un panorama obvio de fragmentación. José Ortega y Gasset señaló, con razón, que a este rasgo había que sumar la marcada tendencia dispersiva de estas fuerzas: cada una parecía guiada tan sólo por su deseo de obtener ventajas para sí misma sin un propósito común. Reivindicaban frente al Estado en un permanente ejercicio de acción directo respecto a él.
Al mismo tiempo que éste era el panorama de la vida política, caracterizado por el estancamiento y la sensación de crisis, tenían lugar importantes cambios en la sociedad española. Esta se había modernizado de manera indudable. A la altura del año 1930 el porcentaje de la población activa agraria ya era inferior a la mitad. Hubo también un descenso en la mortalidad infantil y en la natalidad y un incremento de la población urbana, perceptible en el desarrollo de las grandes capitales. Descendió el analfabetismo por debajo del 50% a la altura de 1930 y, en cambio, creció el proletariado urbano, principalmente en Madrid y Barcelona. Todos estos datos ofrecen, por tanto, un panorama de modernización de la vida social española que pueden parecer insuficientes en comparación con otras latitudes pero que, sin embargo, son un testimonio de que la política oficial permanecía estancada mientras que la sociedad española se movía hacia adelante.